domingo, 1 de marzo de 2009

DEFENSA DE LA INTOLERANCIA


Soy un intolerante. Un absoluto intolerante. Orgullosa y rabiosamente intolerante.

Debo decir, no como alegato de defensa, sino tal vez como argumento de presentación, que la mía es una intolerancia racional, analítica, construida a través de los años con delectación de artista, si se me permite la adaptación de la frase. No es un producto de exaltaciones, de desequilibrios emocionales o acumulaciones interminables de exabruptos. Es una intolerancia sustentable, diría Duhalde.

Soy un militante de la intolerancia y un defensor acérrimo de la misma como derecho humano esencial de la persona. La intolerancia debería tener, y espero que en algún momento la tenga, protección constitucional, como el derecho a la vida, a la identidad o a la intimidad. El derecho a ser intolerante debería ser intocable.

En los últimos tiempos, la intolerancia, el concepto de intolerancia, ha sido vapuleado vilmente, sometido al escarnio de las más diversas plumas y corrientes filosóficas, académicas y mediáticas.

El término “intolerante” descalifica, deja fuera de discusión al señalado, lo excluye por su sola pertenencia. Vino a reemplazar, a caballo de los nuevos tiempos integradores, a otros epítetos que a lo largo de la historia han descalificado: cabecitas negras, gorilas, zurdos, villeros etc, etc, etc.

Hoy, pocas cosas afectan más a la integridad de una persona que ser catalogado de “intolerante”.

Sin embargo, los intolerantes somos muchos, y quizás seamos mayoría. El problema es asumirnos con orgullo, organizarnos, defender nuestro derecho a ser intolerantes por sobre todas las cosas.

Sobran lo ejemplos en los que la intolerancia es plausible e incluso prácticamente imposible de evitar. Es necesaria e imprescindible. Fíjese:

Después de años de advertencias, de avisos fehacientemente recibidos por los destinatarios, y reprimendas leves que incluyeron pequeñas sanciones casi simbólicas, he prohibido el uso del hielo a mis hijos de manera estricta, sin lugar a excepciones.

Cansado ya de encontrar las cubeteras vacías al momento de tomar un whiski con amigos, me vi en la necesidad de tomar esa medida. Es de mi opinión, que el bien de la amistad es un bien supremo, que no puede medirse ni tasarse, y debe estar por encima de cualquier otra circunstancia y/o razón.

Como todos los bienes supremos del hombre, la amistad se cultiva día a día, se abona y fortalece de maneras varias, pero en cualquiera de ellas los cuidados son caricias y la ausencia de ellos, el descuido, la desidia, son atentados contra la construcción de los lazos indestructibles que construimos.

Uno no puede servir Gancia sin limón, cerveza caliente o whiski sin hielo. Así no hay amistad que perdure. Se puede disimular una vez, pero a la segunda, la amistad ya ha quedado herida de muerte. Mis hijos saben que pueden jugar al fútbol en el comedor, faltar a la escuela cinco días seguidos porque están flojos en el Guitar Hero y tienen que entrenar para ir el sábado de los primos, o pintar con fibrones el tapizado del techo del auto, pero no jodan con el hielo, porque por el hielo, soy capaz de matar. ¡No tolero que gasten el hielo al pedo y no repongan el agua en las cubeteras! Y no hay excusas para ello. No puede haber ninguna excusa que justifique semejante aberración.

¿Sigo?

Mi casa tiene una terraza alta, a dos pisos de la calle. Desde ella tiro piedras a los autos que pasan con esos nuevos parlantes que se escuchan para afuera a volúmenes insoportables.

Empecé tirando pequeñas piedritas que sonaban contra la chapa, pero a veces no eran siquiera advertidas por los automovilistas, a los que la música impide cualquier interacción con el medio que los rodea. Ahora ya estoy en el tamaño pelota de tenis, y espero llegar en las próximas semanas al diámetro de una número cinco. Es justicia, sin duda alguna, legítima defensa, ejercicio del derecho de armarse en defensa de la constitución, contra la que atentan energúmenos como estos. El último jueves destrocé el parabrisas de un gol gris que entre las cuatro y cuarenta y las cinco veintidos había pasado siete veces por la esquina de casa. En la tercera pasada decidí levantarme y montar guardia en el balcón, semitapado por las ramas de un árbol que es mi principal aliado en esta guerra sin cuartel.

Las tres primeras veces fallé por muy poco, en una de ellas, incluso, le erré al Gol pero algunas esquirlas dieron de costado a un colectivo de la cien, que también merecido lo tiene, ya que paran donde quieren y cuando quieren. Pero la séptima fue la vencida, vi doblar al enemigo en la otra esquina, me parapeté entre la baranda y las hojas del árbol y cuando lo tuve a unos treinta metros arrojé el cascote en parábola, calculando la distancia y velocidad y dando justo a la altura del volante.

- Yessssss!!!! - grité, como Osvaldo Ardiles. Pocos segundos después, la noche volvió al silencio que le es natural y que hasta ese momento era violado por los alaridos de Rodrigo El Potro, dios lo tenga en la gloria. El silencio y las puteadas del musicalizador derrotado, humillado, vencido por el golpe de una piedra justiciera como la de David a Golliat fueron el delicioso broche para una madrugada victoriosa. Sigilosamente me escurrí bajo la persiana que había dejado entreabierta para la retirada y volví a mis sueños con la íntima convicción de haber hecho justicia.

¡Tolerancia cero a los tarados que no quieren escuchar música, sino que nosotros escuchemos lo que ellos quieren que escuchemos!

La intolerancia como herramienta para la confraternización de clase. No hay revoluciones sin intolerancia, no hay libertad ni democracia sin intolerancia.

Cómo puede uno tolerar a Bonelli y Silvestre, con esas caras de pelotudos que tienen, diciéndonos siempre las mismas huevadas, chupando siempre diferentes culos de acuerdo a las cercanías de los mismos con el poder de turno, y Beto Casella, o la pelirroja esa Viviana Canosa, hablando de las infidelidades de Guido Suller con la gravedad que se habla del bombardeo a Palestina o del asesinato de Lennon. ¡NO! Muerte ya para ellos! Justicia popular y hoguera en Plaza de Mayo para Fernando Niembro y Elio Rossi. ¡Elio Rossi! Otro más. De ellos debiera hablar Blumberg cuando pide penas más severas, eso sí es una pena de muerte ineludible, casi obligatoria.

¡No me vengan con boludeces, señores! La intolerancia es necesaria y urgente.

¿Tolerancia con las religiones? Ah no, mire... pídame usted si quiere, tolerancia con los fieles, pero no me la pida con los pastores que hacen desfilar endemoniados y paralíticos que caen desmayados como por un rayo cuando les tocan la frente. ¡No! No me pida tolerancia, contra esos estafadores de camisa y corbata que desde el púlpito piden combatir el pecado y cuando vuelven a la casa cagan a trompadas a su mujer, se gastan el diezmo en champagne, falopa y putas y llegan a los teatros en Mercedes Benz para hablar de los pobres. ¡Tolerancia cero para ellos! Y para los padres Grassi, que en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana son unos cuantos. ¡Guillotina! ¡Horca! ¡Fusilamiento! ¡Tolerancia las pelotas!

¿Tolerancia con los extranjeros? Por supuesto, señora. Pero ¿quiénes son los extranjeros? Los extranjeros son otros, como canta Viglietti. Pero yo quiero discriminar. Si. ¡Discriminemos! Que no está mal discriminar, el problema es cuál es el tamiz a usar.

¿Qué fronteras queremos sostener? ¿La de la cordillera? No, esa nosotros no la pusimos, esa ya estaba ahí, no hay extranjeros ahí ni de un lado ni del otro. ¿La del Río de la Plata? ¿La del Pilcomayo? No señora, no. Esas fronteras no existen, ¡hay que tirarlas a la mierda! Esas son falsas fronteras que dividen pueblos hermanos. Yo pongo la frontera en la puerta del Citi Bank, del Santander, del Eich Es Bi Ci, las pongo en el perímetro de las destilerías Shell, en las paredes de Walt Mart y Mc Donalds, en la embajada yanqui, en los lagos patagónicos cercenados por las alambradas y las tranqueras de Ted Turner & Cia.

Con esos extranjeros, ¡tolerancia cero! Ellos voltean gobiernos, colocan presidentes, ordenan represiones, traen y llevan los valores del dólar, las tasas de inflación y todo lo que gire alrededor. Ellos y sus cómplices de adentro están detrás de una misma frontera, la que separa la ética de la ganancia sin límites de la ética del trabajo, de la justicia social, de la distribución de la riqueza. Ellos están del lado de la antiética, de la inescrupulosidad. Y de este lado de la frontera no tenemos porque ser tolerantes con ellos. Despellejamiento público, lapidación y linchamiento.

La intolerancia debe refinarse, debe haber una educación sistemática orientada a pulirla, a engrandecerla, a darle el sitio que merece entre las cualidades más altas de la humanidad. Pero dejemos ya de descalificarla, de usarla como agravio, como ofensa a quien la ostenta.

La intolerancia no es mala en sí misma, puede ser buena o mala depende de cómo se use. No es diferente al amor. ¿Amar es bueno o malo? ¿Y odiar, es bueno o malo?

Bueno, depende a quién se ame o se odie.

No es lo mismo amar u odiar a Bush que a Serrat, a Hitler o a Atahualpa Yupanqui, a Astiz o al Loco Houseman. Amar no es bueno ni malo en sí mismo, y odiar tampoco. Depende todo del criterio que se utilice.

Lo mismo ocurre con la intolerancia. Yo me obligo a ser tolerante con el tipo que rompe mi bolsa de basura buscando cartón o comida y la deja desparramada en la vereda.

Me rompe un poco las bolas juntarla de nuevo, pero me la banco. Eso es tolerancia. Si no me molestara no tendría qué tolerar, pero ese mínimo esfuerzo, es lo mínimo que puedo hacer por ser parte de una sociedad que genera tales desigualdades. Ahora... no me pidan tolerancia cuando Susana Giménez abre la bocaza para pedir justicia porque le mataron al florista. Señora Giménez, váyase a la concha de su madre. ¿Quiere pena de muerte para los delincuentes? ¿Y si empezamos por los que importan autos para discapacitados para no pagar impuestos? ¿Qué le parece si empezamos matando a esos delincuentes? ¿Menem pide también pena de muerte? Dale, empecemos por los contrabandistas de armas, o por los que se enriquecen ilícitamente, o por los obstruyen las investigaciones de atentados como los de la AMIA o la Embajada de Israel. ¿Macri quiere endurecer las leyes contra los delincuentes? ¡Bien! ¡Muy bien! Empecemos por los evasores de impuestos millonarios o por los que sobornan para conseguir adjudicaciones de obras públicas.

Contra la hipocresía de los caraduras... ¡Tolerancia cero!

¿Seguimos?

No. Para qué. Los ejemplos son interminables. La intolerancia es lo mejor que nos puede pasar.

¡Seamos intolerantes! Es el único camino.

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