jueves, 19 de febrero de 2009

SER PADRES HOY

El día en que me fue anunciado que sería padre de un varón, sentí que la vida me estaba dando otra oportunidad. Hacía cinco años era padre de una hija y a esa altura podía ya reconocer sin ningún tapujo, mi rotundo fracaso.


En Anaclara había depositado todas mis expectativas. Desde los meses de su gestación soñaba con compartir con ella sus años de crecimiento y formación: verla trepada al alambrado puteando al referí, o al Técnico rival, en la platea baja de la doble visera, o rompiendo los vidrios de las oficinas de la Curtiembre Espósito que dan a la calle Madariaga, o escupiendo desde el balcón de la casa de la tía Hilda en la cabeza de las viejas que pasaban por el Pasaje Filiberto, dos pisos más abajo.


Pero no, nada de eso pudo hacerse realidad. Anaclara, ya de muy pequeña, era una niña dulce, amable, aplicada, abanderada y buena compañera. Desde muy temprana edad se le daba por leer poemas de Neruda y recitármelos al oído para despertarme en las mañanas. Lo que se dice una hermosura de hija. Recién ahora, con trece años recién cumplidos, está comenzando a tener algunas actitudes de excremento humano, caprichos y contestaciones de mocosa miserable y mal educada, pero eso desde hace unos pocos meses.


Decía entonces, que viendo en ella la cristalización del fracaso de mis expectativas como padre, la noticia de la llegada de Camilo Ernesto renovó mis energías y mis ganas de redoblar los esfuerzos para llevar adelante una digna paternidad.


La vida me daba revancha y no podía dejar que se me escapara la tortuga.


Desde que vio la luz, Camilo fue la personificación de la maldad. Podría decirse que nació malo, con el sello de Satanás en la frente.


En sus primeros meses de vida, cuando Camilo se enojaba mucho movía objetos como la nenita de Carrie; cuando quería teta, la mesita de luz saltaba sobre sus patas, los veladores se caían y el queso fresco caía resbalando por la puerta de la heladera. Nunca contamos a nadie sobre esto, temiendo que comenzaran las habladurías de las chusmas del barrio y que hicieran de la vida de nuestro niño un auténtico vía crucis.


Sin embargo, y pese a la discreción de sus padres, el apodo Satanás salió a la luz y fue aceptado por el mundo externo no sin pocos temores. Mientras tanto, nuestro niño crecía feliz. Tiraba de los pelos de los bigotes de los gatos, incendiaba hormigueros rociándolos previamente con alcohol, tiraba macetas desde la terraza, tajeaba la Pelopincho con los cuchillos tramontina y escupía las tortas en los cumpleaños. Hasta ahí, todo estaba dentro de lo normal, sabíamos que era un niño inquieto, pero no era para preocuparse. Ya cuando cumplió los tres años la cosa empezó a complicarse, abría las botellas de Chivas en los mercados y se llenaba la mamadera en algún descuido de la madre; llegaba a la caja con un pedo memorable y se ponía cargoso con las cajeras, hasta que decidimos cortar por lo sano y cada vez que salíamos de compras le mezclábamos un lexotanil en el jugo Cepita de manzana y santo remedio.


Fue para esos años cuando decidí tomar parte más activa en su educación y asumir el rol de padre con el cual la vida me había honrado. Compré una escopeta Beretta Al-391 Greystone sólo para impresionarlo, no tenía hasta allí intenciones de usar armas de fuego contra el, pero entendía que una política de disuación sería más efectiva que la represión indiscriminada. por unos días esto fue así, la amenaza de fusilamiento fue muy efectiva y logró amedrentar no sólo a Camilo, sino también a sus amiguitos de salita Rosa que venían a jugar a casa.


Meses más tarde, en una ola de frío polar que azotó Buenos Aires, tuve la excelente idea de la Hidrolavadora. Si bien era más ruidosa, el ahorro en cartuchos era importante, y el barrio pareció ver con buenos ojos este cambio de actitud, ya que algunos niños del vecindario regresaron algunas tardes a jugar con nuestro hijo. Con las primeras mojaduras llegaron las bronquitis, pulmonías y neumonías, pero no pasaba de ahí.


El protagonismo que asumí en la educación de nuestro hijo se vio rápidamente reflejado en su conducta. Mejoró las relaciones con compañeritos y maestras en el jardín, y el cuerpo de psicopedagogas y psicólogos del establecimiento lo adoptaron casi como una mascota. Dejó de comer cal y de cortarse uñas de los dedos de los pies con la amoladora, mostrando una rápida adaptación a su medio social y a su entorno afectivo.


A los seis años era un hermoso jovencito, de aspecto jovial, simpático, con un encantador aire de biólogo marino en cautiverio. Jugaba al fútbol, tocaba el piano, la armónica, la guitarra y la batería, hasta que algún empleado de Musimundo viniera a pedirle que deje de hacerlo, y había dejado el alcohol y las pastillas.


Comenzaba la primaria, una nueva etapa de su vida en la que renovaría sus amistades, sus objetivos y deseos de superación.


Mi trabajo como padre había sido bueno, Camilo era la obra de la que podía sentirme más orgulloso. Hacía más de un año que había dejado definitivamente de emplear armas de fuego para su educación y todo hacía suponer que lo que quedaba por delante era un camino de satisfacciones mutuas y logros personales y colectivos.


Nada hacía suponer que no sería así. Pero la vida, es una constante caja de sorpresas.


Continuará...

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