martes, 21 de julio de 2009

Vittorio De Montecello, una luz que no han podido apagar.

Cuando algunos años atrás tomé para mí la dura y bella tarea de inmiscuirme en el intrincado mundo de las letras, encontré en Vittorio De Montecello uno de los más cálidos alicientes para que mi carrera universitaria no se hiciera cuesta arriba.

Vittorio fue un filósofo florentino del siglo XIX que retomó con clase y convicción los elementos paradigmáticos del pensamiento renacentista, llevando hasta extremos impensados su afán vindicador.

Sin embargo, su obra, metódica y apasionada, fue silenciada por los poderes de turno con el rencor propio de quienes sienten la daga justiciera del arte atravesar sus anquilosados cerebros. Cuando parecía que el reinado de internet haría caer las eternas barreras censoras que se descargaron desde siempre sobre su obra y aún sobre su propia vida, las múltiples acciones emprendidas por sus descendientes lograron eliminar parcialmente su nombre de los buscadores. Aún así, algunos seguidores han burlado el cepo informático y su biografía puede verse bajo distintos anagramas y seudónimos alternativos.

Veamos pues, de qué hablamos cuando mencionamos a Vittorio De Montecello.

sábado, 11 de julio de 2009

Ya no hay respeto.

Cuando era muy chiquito, empecé a ejercitar la sana costumbre de resistir.
Me resistía a comer, a bañarme, a estudiar, a hacer la germinación del poroto, a colorear un planisferio escribiendo en él los nombres de los continentes, los océanos y los principales mares, a saludar a la Tía Helena que baboseaba todo lo que tenía a menos de un metro de distancia, a no comer en la cama y a no abrir la heladera descalzo.
La rebeldía a todo lo que tuviera por delante fue la única causa por la que guardé una constancia a toda prueba y hasta hoy sostengo con legítimo orgullo.
Admito haber cometido innumerables arbitrariedades y alguna que otra injusticia, pero las asumo sin complejos, como parte de la esencia humana.
Una de las más dolorosas rebeldías que llevo en mi memoria fue cuando la abuela Amelia, de delicados 75 años me dijo con angustia: “Nene, alcanzame el aparato del oxígeno”.