sábado, 11 de julio de 2009

Ya no hay respeto.

Cuando era muy chiquito, empecé a ejercitar la sana costumbre de resistir.
Me resistía a comer, a bañarme, a estudiar, a hacer la germinación del poroto, a colorear un planisferio escribiendo en él los nombres de los continentes, los océanos y los principales mares, a saludar a la Tía Helena que baboseaba todo lo que tenía a menos de un metro de distancia, a no comer en la cama y a no abrir la heladera descalzo.
La rebeldía a todo lo que tuviera por delante fue la única causa por la que guardé una constancia a toda prueba y hasta hoy sostengo con legítimo orgullo.
Admito haber cometido innumerables arbitrariedades y alguna que otra injusticia, pero las asumo sin complejos, como parte de la esencia humana.
Una de las más dolorosas rebeldías que llevo en mi memoria fue cuando la abuela Amelia, de delicados 75 años me dijo con angustia: “Nene, alcanzame el aparato del oxígeno”.



-Momentito que yo no soy tu esclavo – le dije. Y sostuve mi declaración de independencia contra viento y marea.
La vida me privó de comprobar hasta donde hubiera llegado la abuela en su afán de dominarme si yo hubiera cedido aquella noche, que para ella fue la última.

La intensidad de aquella experiencia me llevó a ser más precavido ante esas pruebas que el destino nos pone por delante. Pocos meses después, en una noche que también guardo como uno de mis tesoros interiores, la historia pareció repetirse.

Cuando entré a casa después de una noche de festejos, vi a papá recostado en el patio del fondo. No me hubiera llamado la atención, si la escena no hubiera estado rodeada de otros hechos que la hacían particularmente extraña. El primero de estos detalles es que eran las cinco y cuarenta de la mañana de un viernes de julio en el que la temperatura era de aproximadamente cinco grados bajo cero. No obstante ello, reflexionando con sorprendente velocidad y una precoz madurez, comprendí de inmediato que las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados, y que ningún habitante de la Nación debe ser obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe.
Resolví por lo tanto, no interferir en el ejercicio de su derecho al libre albedrío, aún cuando el temblequeo de su pierna derecha y el hilo de sangre que corría bajo su cuerpo sembraron en mi mente algunas dudas.

¿Qué estaba buscando de mí, ese hombre?
Si su objetivo era inspirarme lástima; ya lo había intentado antes, con aquel infarto.
Aquella vez, aprovechándose de una época de mi vida en la que estaba bajo los nocivos influjos de la doctrina del Concilio Vaticano Segundo, consiguió que le prometiera en su lecho de terapia intensiva del Hospital Finochietto, que no volvería a beber hasta que fuera mayor de edad, o por lo menos hasta cumplir los doce años.
Pero esta vez, ya no iba a serle tan fácil.
Me acerqué al cuerpo que se retorcía sobre las baldosas húmedas del rocío y moviendo la punta de mis zapatillas hacia arriba y hacia abajo, encendí un Parissiens.
-¿Otra vez tomando José? – deslicé en voz baja, como para comprobar hasta donde iba la cosa.
Me pareció escuchar una puteada, pero era improbable. Papá nunca había puteado... hasta ese día.
Me agaché para tratar de que nuestras miradas se cruzaran, pero él había entrado en una convulsión, lo que me hizo replantear el panorama durante breves segundos.
Finalmente, mi espíritu indomable pudo más, y prevaleció ese afán de resistencia a cuanta autoridad se pusiera delante, más aún si ella provenía de esa institución funesta y represora como es el autoritarismo paterno en la tradicional familia occidental y cristiana.

-Si esto lo hacés para que me presente a dar física de cuarto en diciembre, vas por mal camino – le dije- No pienso estudiar para darle el gusto a esa vieja resentida.

Lo miré midiendo sus reacciones; el temblor había cesado y un quejido lastimoso salió de sus entrañas siriolibanesas. Giré sobre mis talones y me fui a dormir.

Papá murió la madrugada siguiente, después de agonizar durante varias horas en la misma sala de terapia intensiva donde me encuentro ahora, rodeado de cables, atadas las manos y las piernas contra el frió metal que sostiene mis huesos. Ayer intenté pinchar el cable de Multicanal que pasa a metros de la terraza pero la vieja escalera de madera podrida no resistió y terminé en la vereda con la cabeza rota.
Allí estuve por varios interminables minutos bajo la llovizna helada de la madrugada rogando porque alguien pasara y me ayudara.
Quiso la suerte, que Camilo, mi primogénito amado, llegara con su grupo de amiguitos. Escuché sus risas a la distancia y mi corazón empezó a acelerarse ante la proximidad de la mano salvadora. Los pasos se fueron acercando y las voces ya no dejaban dudas.

- ¿Je, qué pasa guachín, te pintó el suicida? Aguantá que ahora te llamo al nueve once- mandó, y siguió su camino como si nada, con su banda de amigotes, entre gritos y risotadas.

Pendejos de mierda! Se creen pulentas...
Ya no hay respeto...

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