domingo, 3 de mayo de 2009

El Trabajo y el hombre.

"Me matan si no trabajo
y si trabajo me matan
siempre me matan me matan
ay siempre me matan"
(DanielViglietti)

Entre las verdades absolutas con que nos van alimentando desde chicos, no por casualidad tienen un papel preponderante, aquellas relacionadas con nuestro rol en el sistema socio-económico del que formamos parte.

“El trabajo es salud” y “el trabajo dignifica” son dos axiomas para los cuales parece no haber contestación posible. Sin embargo, humildemente, me permito alzar la mano y expresar con todo respeto mi absoluto rechazo a semejantes arbitrariedades.

Desde que tengo memoria, mi aversión por el trabajo jamás me abandonó. Mi actitud ante cualquier tipo de esfuerzo que no tuviera que ver con el deporte, fue siempre de heroica resistencia, cuando no de desesperada huída. Recuerdo con orgullo, la intuición que tuve casi desde la cuna para estar en el lugar preciso y el momento indicado para esquivar el bulto ante cualquier posible labor, por mínima que fuera.


Esta defensa socrática del derecho al ocio, que he practicado desde siempre, ha sufrido sin embargo una muy interesante variación en cuanto a su sostén ideológico, que me ha permitido ejercer una defensa legítima y consecuente contra los distintos detractores que la vida me ha puesto por delante.

La pluma de grandes pensadores de la talla de José Hernández, Bakunín, Darwin, Dante Quinterno, Chice Gelblung, Karl Marx, Héctor Bambino Vieyra, han alimentado los fundamentos ideológicos de una postura que se ha ido radicalizando con el tiempo.
Podrán decir, y de hecho varios me lo han dicho, que mis interpretaciones de algunos autores son antojadizas, parciales y arbitrarias. Por supuesto que si. No más antojadizas, parciales y arbitrarias que tantas otras interpretaciones que suelen hacerse de Marx, Cristo, el Che Guevara o Polino.

Lo primero que debe decirse es que el trabajo cansa.
Toda actividad, independientemente de las proporciones, insume un desgaste físico y emocional que consume el oxígeno de nuestras células y deteriora el estado general de nuestro organismo.
Podemos aceptar, como proponía Engels, que el papel del trabajo ha jugado un rol fundamental en la transformación del mono en hombre, pero convengamos que ya han pasado algunos años desde entonces.
Hoy, ese proceso de transformación ya está lo bastante avanzado como para que confiemos en que es irreversible, o por lo menos, en que de haber involución, no la veremos nosotros, ni nuestros nietos, ni ser humano alguno.
También la incorporación de la carne como alimento, aseguran los científicos, fue vital para que el cerebro de los homos fuera robusteciendo su capacidad productiva, pero ahora que el cerebro ya creció, podemos hacernos vegetarianos sin que nuestras aptitudes intelectuales decaigan: miren sino a Nacha Guevara, o a Silvia Pérez, que si bien no son Einstein, tampoco son mucho menos que otros humanos consumidores de carne como Lita de Lazzari o Guido Suller.
Por lo tanto, podemos descartar esos primeros argumentos, con la contundencia de una verdad probada.

De la misma manera podemos resistir las estridentes formulaciones morales que equiparaban al trabajo con la dignidad. No todo trabajo es digno.
Analicemos algunos, para tratar de verificar esta afirmación.
De La Rúa presidente, Baby Etchecopar periodista-conductor, Hernán Fredes futbolista profesional, Oggi Junco (¿¿??), Mariano Martínez actor, Gerardo Martínez albañil... Podríamos agregar, incluso, otros trabajadores menos conocidos pero igualmente indignos, como el policía de tránsito que nos para para sacarnos diez mangos a cambio de no hacernos perder tiempo, el empleado bancario que trata a los viejos que apenas pueden mantenerse en pie como si fueran ganado o el productor agropecuario que cuida la soja envenenando a peones y pobladores.
Son interminables los ejemplos de trabajadores que no acreditan dignidad, aún a pesar de ser parte del privilegiado grupo de la población que trabaja.
Por tanto, otro de los lemas de los defensores del trabajo, cae por su propio peso.

Continuamos desmitificando otra mentira, tan antigua como cruel: el trabajo es salud.
Preguntemos a los habitantes de esta América conquistada por el imperio español que murieron de a miles en las minas de Potosí o a sus colegas más contemporáneos de Río Turbio; a los empleados de la central atómica de Chernóbil; a los obreros de La Forestal que caían como mosquitos aplastados en el desmonte del Chaco o a los productores de los programas de Chiche Gleblung o Gerardo Sofovich, que piensan al respecto. ¿El trabajo es salud? ¡ Las pelotas de Ubaldini !
Podrá ser saludable trabajar de barman en el crucero del amor, pero para muestras no basta un botón. Una cosa es ser violinista en la Sinfónica de Aalborg en Dinamarca y otra muy distinta es ser colectivero en Ingeniero Budge.

Sostengo por lo tanto, y no es este el momento de profundizar demasiado, que el trabajo es el gran mal que aqueja a la humanidad.
No hubo nada en la historia de nuestra especie, que haya sido causante de la cantidad de muertes que ha causado el trabajo. Puede decirse, con total justicia, que determinados trabajos han contribuido a prolongar la vida y a mejorar su calidad, pero entonces seamos equilibrados: ni tanto ni tan poco. Hay trabajos necesarios y trabajos que bien pueden dejarse para más adelante. En todo caso, como bien decía mi abuela, ahora tomemos unos mates, y después vemos lo que hay que hacer.

Yo respeto su vocación por el trabajo, usted respete la mía por la comodidad absoluta, permanente e irrevocable. En definitiva, de lo que se trata, es de buscar un lugar en el mundo: Federico Luppi lo encontraba sembrando maíz, y otros elegimos mirar Betis-Salamanca desde el sillón, control remoto al lado y Vermú con papas fritas, como decía Tato.

Si usted quiere, trabaje; pero a mi, por favor, no me rompa las pelotas.

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