viernes, 17 de abril de 2009

La venganza es ahora.

Durante más de veinte años planeé la venganza.
Aquel sombrío viernes 14 de octubre me fui caminando como siempre, hacia la calle España. A diferencia de otros mediodías, salí por la puerta de la primaria, pasé por el frente de Dami Comer sin saludar al gordo y apuré el tranco por Belgrano sintiendo los pasos tras mi espalda.

Sabía que Gatti y la Insausti, pero sobre todo Lidia Sande, no se iban a conformar con la expulsión; intentarían eliminarme definitivamente, para asegurarse una victoria definitiva, una paz duradera.
Sentía el peligro, lo olfateaba, sabía que fuerzas poderosas se movían a mi alrededor y que mi vida no valía ni dos centavos.
Semblanteaba las ventanillas de los autos que pasaban, esperando que en cualquier momento se bajen los matones a acabarme, observaba nerviosamente ventanas y balcones, sospechando que los asesinos de Kennedy, los verdaderos, estarían ahora tras mis huellas para acabar de una vez con esta historia.

Después de desviar varias veces de ruta y de tomar varios colectivos en distintos sentidos para desorientarlos, decidí arriesgar el todo por el todo y bajarme en Salta y De la Serna, aún a costa de que los sicarios, que sin duda conocían mi dirección, me acribillaran sin contemplaciones apenas bajara un pie del estribo del Dos noventa y cinco. A pesar de todo, el instinto de supervivencia pudo más y bajé dos paradas antes, para, después de un rodeo por Carabelas, llegar a casa por el oeste.

Papá estaba trabajando, lo que me ahorró un par de mentiras; preparé mis pocas cosas y me despedí de mamá con un beso en la frente, decidido a huir sin rumbo. No era un novato. Durante años había seguido las andanzas del Doctor Richard Kimble, acusado de un crimen que no cometió, en las trasnoches de Julio Lagos en Canal trece al término de Los Invasores. Las habilidades de El Fugitivo y sus tretas para escapar sin dejar rastros no tenían secretos para mí. Así como en otros tiempos iba a poder repetir sin fallar ni una coma los diálogos de la familia Corleone, en aquella época podía ponerme en la piel de David Janssen sin equivocar un sólo paso. Años después, Harrison Ford intentaría lo mismo, sin demasiado éxito.

A partir de ese día, decidí dedicar el resto de mis horas a ejecutar la venganza.

Primero pensé en matarlos a todos, pero el año Ochenta y tres conspiraba contra esa idea. Alfonsín recitaba el preámbulo mientras Herminio quemaba cajones, y temí que asesinar al cuerpo directivo íntegro de una escuela del prestigio del ENSPA desacreditara al Partido Comunista al que yo pertenecía, lo que sería un gran desprestigio para el ilustre candidato Ítalo Argentino Luder, un acérrimo anticomunista a quien el Partido Comunista apoyaba con sincero entusiasmo.

Desestimé el plan del asesinato y empecé a planear los atentados, pero tiempo después la idea dejó de parecerme una alternativa. Con Guglielminetti (ex agente de la SIDE de la dictadura) en el staff presidencial, Aníbal Gordon y el Coti Nosiglia en los primeros planos, me pareció una idea poco seria. Nadie iba a querer ayudarme en un secuestro, pudiendo estar en una banda más segura, con sueldos del estado, aportes jubilatorios, obra social y vacaciones.

Ahora, más de veinticinco años después, analizo autocríticamente que jamás pensé en la variante de estrellar un par de aviones contra el edificio, lo que hubiera sido efecivo, aún a costa de algunos daños colaterales inevitables. Las gemelas estaban intactas en aquellos años, las Fabbro digo, Clarita de Historia e Hilda de Biología, que desde sus voces acuosas reinaban sobre los estrados. Algunos años más tarde se derrumbarían como merengue al sol, las torres digo.

Fue entonces que se me ocurrió lo de los secuestros. Los atraparía uno por uno y los iría apilando en la casa de Peco en Costa del Este. El balneario era un desierto en esos años. Ya lo había conocido el último verano cuando fuimos de visita con el negro Florentín y Darío Castro y era el lugar ideal para guardar a la gente durante los meses de invierno; no sólo a directivos y preceptores, también caerían Neves de matemática, Irma Roig de Geografía, los profes de gimnasia Pepe Torres y los Dal Lago, Caloia de Biología, Ms Vananti de Buotto, la tía Quiroz de Castellano, Biglieri de Formación Cívica y Geografía, etc, etc, etc. Sólo quedarían afuera el compañero “Poca Vida” Martínez por su compromiso con la causa popular y antiimperialista, Olga Spirde, de Física, que me pasó un piadoso e increíble Nueve de promedio cuando caí en el Canadá en el revoleó de fin del Ochenta y Tres y Corchito Magdalena que no estaba en condiciones de soportar secuestro alguno y a la que consideraba inimputable.

Si, la casa de Peco en la costa era ideal. Después de aquel fin de semana que pasamos el último verano, nada de lo que pasara allí sorprendería al vecindario. Me asustaba un poco la idea de atravesar las camineras, pero eso se arreglaba con un par de billetes.

Aprobado el plan, sólo faltaba el visto bueno de Peco, que nunca llegó. Cuando le conté los detalles y le pregunté su opinión era marzo del año Ochenta y cuatro. Peco permaneció callado un instante, que se fue prolongando a través de los meses. Esos silencios eran habituales en él, por lo que no me pareció prudente presionarlo. Hacia mitad del ochenta y seis, poco antes del mundial, discutimos sobre si el tiular de la Selección Argentina tenía que ser Maradona, como pensaba él, o Bochini, como sostenía yo. Allí dejamos de vernos con la frecuencia con que lo hacíamos hasta entonces y decidí abortar el plan.

Los siguientes dos años de mi vida los dediqué a la reflexión: Sócrates me había deslumbrado algunos años antes. Tenía un póster suyo en mi pieza abrazado a Junior y Zico en ese increíble Brasil del mundial Ochenta y dos, aunque Paolo Rossi llevó a Italia a la Copa y lo dejó sin la gloria que merecía.

Entrando en los Noventa, con Menem en la Rosada, me convencí de que nada era imposible, sólo bastaba proponérselo y dejar de lado ciertos escrúpulos indeseables.
Se podía perfectamente ser estratega de Bunge & Born y ministro de economía de un gobierno peronista. Se podía ser parte del gobierno nacional y popular a pesar de llamarse Alsogaray. Se podían privatizar las empresas que nacionalizó Perón y ser aclamado en las reuniones de la CGT. Si Vandor y Rucci lo hubieran visto, señora...
Todo era posible: Gostanian hacía billetes en joda, Alderete se encargaba de los jubilados haciendo honor a su apellido, gobierno le vendía armas a Croacia y Ecuador y para que no se descubriera el faltante la Fábrica Militar de Río Tercero volaba por al aire con pueblo y todo... Ma si... nada es imposible mamá...

Tomé entonces la decisión definitiva, la más cruel y penosa de las decisiones, pero la que llevaría a saciar mi sed de sangre.

El rigoroso autoanálisis al que me sometí, pronto daría sus frutos. La venganza es un manjar que se saborea lentamente, pensé. Comprendí que los procesos no deben acelerarse cuando en unas navidades acorté la mecha de una bengala y estalló en la cara de papá. A partir de ese día, dejaron de decirle El Turco y nació el apodo con que se lo conoce hasta hoy: Niki Lauda.

Decía que por esos días, mi venganza comenzó a tomar forma definitiva y se fue concretando paso a paso: conocí a una gran mujer con la que unimos nuestras vidas; nacieron Ana Clara en el Noventa y cinco y Camilo Ernesto en el Dos mil. Los fuimos criando en silencio, con la pacienca de la araña y la seguridad de quienes tienen una causa a la que consagrar la vida. Hasta que el día llegó.

Ese lunes de Marzo del Dos mil seis, cuando los vi entrar juntos con sus guardapolvos blancos por la misma puerta que yo atravesé en sentido contrario el catorce de octubre de Mil novecientos ochenta y tres, pude sentir que la justicia comenzaba a llegar. Lenta, pero inevitable.

Ahí los tienen ahora las hermanas Otero, que aún siendo inocentes, observarán el escarmiento como testigos privilegiadas. Ana Clara y Camilo Ernesto ya han llegado a su lugar, al momento que la historia les tiene reservados, en el nombre del padre, preparándose lentamente para cuando suene la hora del asalto final; el Día D, en el que el sagrado legado de la sangre los llame a cumplir la misión para la cual fueron creados.

Ellos no lo saben. Subestimaron mi odio. Creyeron que veintitantos años después, todo era pasado.

Décadas pasaron desde Hiroshima y Nagasaki hasta que capitales japoneses compraron el Empire State.
Largos decenios atravesó el hombre americano desde que San Martín quiso cagarle Quito a Simón Bolívar, hasta que el Deportivo Táchira, en una Copa Libertadores, le hizo un gol de arco a arco a Luis Islas, arquero de Independiente de Argentina.
Largo años después de haberles mandado al Doctor Bilardo a enseñar fútbol a su país, los colombianos dejaron sus cinco espinas clavadas en la frente del Coco Basile en la histórica paliza del Monumental.
Cientos de veces habrá escuchado “podá la parra, Conchita” el Dr Barreda, hasta decidir acabar de una buena vez con su mujer, su suegra y sus hijas a escopetazos.
La venganza nunca es buena, hiere el alma y le envenena, le decía el pelotudo del Chavo al magistral y sabio Don Ramón.

Pasará algún tiempo más, en el que preceptores, maestros, profesores y directivos, seguirán viendo en esos dos niños que aprenden en sus aulas, sendas palomitas blancas, cachorritos de limpia y fresca conciencia que alimentan su hambre de conocimientos entre las acogedoras y tradicionales paredes del Normal de Avellaneda.

Pero algún día... la verdad habrá de saberse. Ellos: mi Anita Clara y mi Camilito, cumplirán con el histórico deber para el cual fueron concebidos, criados, alimentados y educados. Asumirán con honor su misión en la vida, su razón de ser en este transcurrir en el tiempo que es el hombre y afrontarán, con orgullo el rol protagónico que el destino les ha reservado.

En cuanto a mi, nada he de decir que justifique o aclare mis acciones: LA HISTORIA ME ABSOLVERÁ.

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